Horacio Chango Spasiuk. Concierto: 30 años con la música. Buenos Aires: Teatro Ópera, 21 de septiembre de 2019

Asociación Argentina de Musicología

Por Santiago Hernán Vazquez

 

Ni más ni menos que la solemnidad connatural a un encuentro de amigos que, como dijera Atahualpa, llevan el alma en el mismo cuero. Las mismas inquietudes y la misma búsqueda. Ese fue el clima del inolvidable concierto con el que nuestro gran músico, Horacio “Chango” Spasiuk, festejó sus 30 años de música el 21 de septiembre pasado. Y es que ese solemne silencio, tan espontáneo frente a una armonía definitivamente descubierta, no riñe con el gozo profundo que hace saltar de la butaca queriendo mover el cuerpo al ritmo de una polca. La música no es entretenimiento, dijo el acordeonista misionero mediando el concierto, verbalizando lo que los espectadores ya habían intuido al escuchar piezas como “Tristeza”, “Camino”, “Mi pueblo, mi casa, la soledad”. Es, como no se cansa de decirlo nuestro músico, una búsqueda desesperada de la belleza. La búsqueda de un hombre dotado con el don de la sonoridad –hubiera glosado Marechal– que, cubierta la cabeza de ceniza, canta por el hombre insonoro que lleva dentro de sí una armonía que espera ser cantada. “El Cantor, el Oyente y la Canción forman una unidad de sonido”, decía aquel poeta. De allí quizá el clima amical, exento de solemnidades forzadas pero sí pletórico de silencios profundos, con el que transcurrieron las casi tres horas de concierto. De allí el cariño espontáneo para con el Chango que bajaba de las gradas hacia el escenario y que se expresaba a veces en gritos que no eran declaraciones de amor sino manifestaciones de gratitud tan estentóreas como genuinas ante ese “hombre sonoro”, que ha cantado y canta con su acordeón los misterios musicales insondables de nuestro corazón.

 

La apertura del concierto fue tan maravillosamente sencilla que huelgan los calificativos. De repente y a paso lento, ingresó al escenario, solitario, el Chango. De bombacha y alpargatas. Se sentó, se acomodó el poncho en sus piernas y tomó en sus manos una pequeña acordeón que estaba a sus pies. Todos sabíamos que se trataba de la primera acordeón que tuvo de niño. Apareció detrás, en efecto, una foto añeja del niño Spasiuk con esa misma acordeoncita. Y comenzaron a sonar, como pájaros dando la bienvenido a la primavera, entrañables ritmos litoraleños con un sonido que parecía una voz de niño. Este cronista no pudo evitar, frente a este espectáculo que se abría con tan majestuosa sencillez, recordar aquel aforismo de Nietzsche que rezaba: “La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad  con que jugaba cuando era niño”. El changuito de la foto, con inocultable felicidad, posaba, serio, para la foto de rollo. La música era el juego en el que gozosamente se le iba la vida. El chango del escenario sonreía, no ocultando el gozo y cerrando los ojos de a ratos. Ambos entregados de lleno a la aventura de existir con la certeza de que el fondo de la realidad es bueno porque existe la música. Porque, como nos reveló Tolkien, Ilúvatar dispuso que todo se creara cantando y del canto surgieron las cosas.

 

Como en aquel concierto del 2014 en el Colón (que después se plasmó en el extraordinario trabajo discográfico “Tierra colorada en el Teatro Colón”), y después de este inolvidable prólogo, el chamamé “Tristeza” abrió el sendero a la intimidad amical y solemne. Las notas de esta pieza fueron, como siempre, saetas al corazón que ya fue herido hasta el final. “Tarefero de mis pagos” fue la pieza elegida para revelarnos, inmediatamente después, que allí cantaba un misionero. Mas aún: un chamamecero, que ama su tradición y que, parado y hundidas sus raíces allí, crece, como el lapacho de su tierra, hacia arriba y hacia los costados, buscando una belleza “que siempre está más allá”, dando sombra a los cansados del camino, y floreciendo, con el frío del aire invernal, en promesa de primavera.

 

El concierto recorrió así lo más importante de la obra de Spasiuk. Con la generosidad insobornable de los “hombres sonoros”, concientes de su “misión”, los músicos ofrecieron una interpretación extraordinaria de las composiciones más representativas de la música del Chango. Este cronista, mero diletante, descubrió, por ejemplo, en la performance del maestro perscusionista, las infinitas posibilidades sonoras de las palmas. De “Polcas de mi Tierra” a “Otras músicas” los espectadores viajaron por un itinerario que, teniendo como guía a Spasiuk, siempre es nuevo. En este sentido, este cronista no puede dejar evocar, conmovido aún, la interpretación de piezas como “Pynandí”, “Camino”, “Distancia”, “Canción de amor para Lucía” y tantas más, tantas veces escuchadas.

 

Como si esto fuera poco, el concierto no estuvo exento de sorpresas. Después de sonar “Solo para mí” con la voz inolvidable de Mercedes Sosa, tuvo lugar un momento maravilloso y absolutamente inesperado para los espectadores: fue la intempestiva y feliz irrupción en el escenario del genial gaitero español, de gira en ese momente por Argentina, Carlos Nuñez. Fue un momento único de amistad, alegría, complicidad y, me animo a decir, aprendizaje. En efecto, entre bromas y  poseído de un entusiasmo gloriosamente infantil, el gaitero nos anunció, cual oráculo délfico, que tenemos una tradición común, plena de los matices diversos que otorga la tierra, que debemos conservar frente a la dictadura del cambio, del entretenimiento, de lo novedoso, de lo sensacional. Y que, además –siguió diciendo el español–, tenemos en el Chango Spasiuk a uno de los más extraordinarios pontífices de la belleza de esa tradición. Dicho esto, y como para mostrar que lo dicho es una verdad incontrovertible, Nuñez y Spasiuk nos hicieron vivir a los espectadores unos minutos colmados de felicidad que nos descubrieron, en el idioma de la música, la honda comunión de tradiciones. Los más entrañables chamamés, como “Kilómetro 11”, fueron interpretados con el acompañamiento de la gaita. La comunión fue profunda, feliz, natural. Un sonido ya antiguo era, a la vez, absolutamente nuevo. La verdad musical de aquellas piezas entrañables no mutó sino que se autorreveló más plenamente.

 

Con la invitación al amigo y cantor litoraleño, Sebastián Villalba, que interpretó emotivamente piezas como “Viejo caballo alazán” y “Canto a Ñande Reta”; y con la subida al escenario de Pedro Canale, quien ha dado a algunas composiciones del Chango un nuevo e interesante registro, se completó un viaje inolvidable que ninguno de los que estaban esa noche en el teatro Ópera quería concluir. Y es que todos estuvimos envueltos por tres horas en ese “paraíso de la unificación posible” en el que los hombres logran “unirse por arriba”, como decía Marechal, aun cuando estén divididos por abajo. Tal cosa es el arte verdadero, ese que habla el idioma del corazón pues solo busca –y desesperadamente– la belleza. Y ya sabemos, porque el gran Dostoievsky lo escribió, que solo será la belleza la que salvará al mundo.

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